Edhasa publica por primera vez en España la famosa obra de Howard Fast, Espartaco, que inspiró el clásico de S. Kubrick, concebida por el autor cumpliendo condena en la cárcel por desacato durante el macarthismo. Esta reseña aparece publicada bajo riguroso copyleft en el número 194 de la revista en papel El Viejo Topo (junio de 2004).
Para quien haya visto primero Espartaco de S. Kubrick, con Kirk Douglas al frente de un fenomenal reparto, la lectura de la novela en que está basado resulta algo sorprendente. Espartaco prácticamente no aparece, atraviesa las páginas de la historia como la sombra de un desaparecido, un espejo que devuelve a los romanos que lo escudriñan (el filósofo Cicerón, Craso el militar, Graco el político, etc.) una imagen exacta de sí mismos y su mundo, que les hace sudar de miedo por las noches, meditar largamente la ruina posible de Roma, reafirmarse con violencia o intentar redimirse mediante la acción. Sin embargo, aunque la principal protagonista del relato es Roma, a lo largo de las páginas intuimos que en verdad únicamente existe Espartaco y que los romanos sólo son fantasmas de hombres que buscan desesperadamente aferrar algo real, vivo, bueno, puro o libre -de lo que ya no tienen apenas noticias en su vida cotidiana podrida de cinismo, oportunismo y miedo- en los testimonios sobre Espartaco, las historias de su mujer Varinia, los relatos de las hazañas rebeldes, etc. «(Roma) estaba obsesionada con Espartaco, porque Espartaco era todo lo que los romanos no eran».
En efecto, durante los últimos años de la República la corrupción ha penetrado todos los hilos que tejen Roma, las distintas clases sociales (patricios, caballeros, comerciantes, etc.) se relacionan entre sí mediante la violencia y el desprecio recíproco, la única significación que mantiene unida a la sociedad es el objetivo de acumular poder y dinero, los valores dominantes están troquelados en el molde de una sociedad del espectáculo: presente perpetuo, imagen y superficie. El circo, el cinismo hiper-sofisticado, el poderío militar, la libertad de las costumbres no colman de satisfacción a nadie: la angustia roe por dentro el corazón de la bárbara grandeza de Roma. La organización social es una pantalla que no deja contemplar de frente y medirse al hecho decisivo que fundamenta todo el andamiaje colectivo: Roma es un gigantesco parásito que absorbe la fuerza y la vida entera de los esclavos, verdaderos productores del mundo. Desde la educación hasta la economía, la vida de Roma entera está cimentada sobre la sangre y los huesos de los esclavos, la «herramienta que habla». Por eso, como explica Cicerón, «un levantamiento de los esclavos implica más guerras que todas nuestras conquistas». Roma se basa en la producción masiva de miedo, desconfianza y resignación entre quienes la sustentan materialmente. Pero cuando un día los gladiadores desobedecen la máxima que se les tatúa diariamente en el alma, «gladiador, no hagas amistad con gladiadores», todo el edificio social salta por los aires. Los romanos (y son los más grandes de entre ellos quienes hablan) se descubren patéticos hombres huecos frente a la afirmación práctica y rebelde de dignidad, libertad, igualdad, vida.
Chesterton decía que el monárquico y conservador Walter Scott poseía de modo extraño el aliento de la Revolución porque consideraba que el lenguaje era el arma natural de los oprimidos. Howard Fast revela en Espartaco la misma profunda y decisiva intuición: en las historias y los mitos que las comunidades hacen y deshacen, tejiendo así entre ellas un lazo singular, viajan las semillas de revuelta contra todos los despotismos. En su celda de gladiador en Capua, «Espartaco había escuchado de labios de Crixo el relato de la continua e interminable lucha de los esclavos sicilianos, que había comenzado un siglo atrás». Los nombres de los esclavos rebeldes circulaban de boca en boca, con la magia y la dureza diamantina que tienen los nombres propios, agujereando el silencio decretado por los romanos: Eunos, Athenion, Salvio... Estos héroes no son de ninguna forma grandes hombres de esos que obligan a los demás a sentirse pequeños, sino todo lo contrario: al escuchar sus historias, «el corazón de Espartaco se henchía de orgullo y alegría, y un inmenso y purificador sentido de fraternidad y comunión le unía a esos héroes muertos».
Espartaco no sólo dejaba que su imaginación se inflamase del aliento de lo posible que insuflan los mitos, sino que decidió intervenir conscientemente en la creación de leyendas. Los artesanos de mitos no se limitan a fabricar efímeras consignas agit prop ni reciben pasivamente la espontaneidad creadora del colectivo anónimo que es la sociedad, sino que saben expresar la potencia de la experiencia común con imágenes y palabras. Así, Espartaco dispuso las cosas para que su propia figura expresara la potencia de la rebelión esclava y paralizase de miedo a los romanos: después de la primera batalla victoriosa contra las cohortes venidas directamente de Roma, dejó con vida a un solo romano para que transmitiese su nombre de vuelta al senado. El temor se apoderó inmediatamente de toda Roma, mientras el ejército de Espartaco crecía por momentos: «el relato comenzó a difundirse, la historia fue contada y vuelta a contar por cientos de personas cuyas vidas habían sido edificadas sobre la inestable estructura de la esclavitud». Espartaco sabe bien que las guerras se ganan en los imaginarios: en las hogueras de los campamentos y las villas patricias, la leyenda sobre la hechura extraordinaria del líder esclavo encoge el ánimo de los romanos, mientras que alarma de rebelión los oídos de los esclavos, «empapados de Espartaco».
«El fin de la historia ofrece un pálido reposo a todo poder presente», decía Guy Debord. El dominio de Roma, explica Craso en algún momento, es «infinito, ilimitado y eterno». No hay nada fuera de Roma, no habrá nunca nada distinto. A los esclavos, despojados durante toda su vida del acceso al conocimiento histórico, sólo les queda el mito, «las leyendas de un pasado en que todos los hombres y las mujeres estaban en pie de igualdad y en que no había ni amos ni esclavos y todas las cosas eran de propiedad común». El relato de los orígenes quiebra la imagen del poder eterno de Roma y enseña que en realidad los romanos sólo son usurpadores. Estos intuyen el peligro de dejar huellas que hablen de la rebelión y por eso Craso aniquila dos enormes estatuas talladas por los esclavos durante su trayecto nómada y belicoso: «destruiremos hasta su recuerdo y el significado de lo que hizo y por qué lo hizo». De igual modo, las referencias a los esclavos se borran de las actas del senado y a los historiadores se les prohíbe registrar los hechos. Los romanos saben bien hasta qué punto «los relatos se convierten en leyendas y las leyendas en símbolos».
Colgado en la cruz, último superviviente del ejército rebelde, que lideraba con otros, el judío David se pregunta «Espartaco, Espartaco, ¿por qué fracasamos?» Albert Camus decía en El hombre rebelde que los esclavos rebeldes cayeron finalmente de hinojos ante la leyenda de la imbatibilidad de Roma, justo en el momento en que la misma Roma temblaba. En ese caso, la leyenda de Roma pudo a la leyenda de Espartaco. Howard Fast apunta otras razones: hace falta mucho tiempo para que la atomización de lazo social entre los oprimidos pueda corregirse y estos se reconozcan como iguales entre sí; mientras tanto, el enemigo que se combate penetra insidiosamente en el mundo creado en la fuga por los rebeldes (por ejemplo, después de la muerte de su amigo Crixo, Espartaco manda combatir entre sí hasta la muerte a dos romanos prisioneros, como si fueran gladiadores). Unos dirán que los esclavos estaban perdidos desde el mismo momento en que decidieron no escapar, sino guerrear contra una fuerza numéricamente mucho mayor. Pero otros pensarán también que la derrota de los esclavos estaba inscrita precisamente en esa «arma natural» de que hemos hablado aquí.
Porque, ¿qué transmiten los relatos míticos? En primer lugar, esperanza. Para muchos, una ilusión altamente peligrosa. ¿No lo demostraría así la fe ciega en un líder como Espartaco, la confiada certidumbre de la victoria final entre los esclavos? Mientras esperamos, el presente se nos escapa como arena entre los dedos. ¿No es precisamente el optimismo vulgar algo de lo que ya hemos tenido suficiente en los movimientos revolucionarios del s.XX, seguros de que «la historia está de nuestro lado», confiados en los «mañanas que cantan», creyentes en un tiempo lineal preñado de comunismo?
A Chesterton le sorprendía que el optimismo pudiera ser nunca «vulgar»: «en un mundo en el que el sufrimiento físico constituye casi la suerte universal, ¡nos quejamos de que la felicidad sea demasiado común!» «Optimismo vulgar» es como si uno dijese «milagro vulgar» o «revolución vulgar». Y argumentaba luego verosímilmente que «los hombres causan cambios violentos a fuerza de estar satisfechos, incluso por estarlo con exceso». Sólo quien conserva dentro de sí la convicción de que la vida humana es gozosa puede traer consigo transformaciones revolucionarias. Ese es Espartaco. Roma representa sobre todo el desprecio por la vida: mujeres tratadas diariamente como ganado, niños trabajando hasta la extenuación en las minas, hombres batiéndose a muerte en la arena del circo, etc. Espartaco porta en sí todo lo contrario: la «ilimitada claridad de la esperanza humana», la aseveración testaruda del valor de la vida cotidiana de todos los seres humanos sobre la tierra. «Su triunfo se debe a que conserva vivo en el alma del hombre el sentimiento indestructible de que lo que se hace vale la pena ser hecho, de que la guerra vale la pena ser ganada y de que el pueblo merece que se le libere» (Chesterton). El mito de Espartaco no sólo transmite el deseo de «otro mundo posible», al margen y contra Roma, sino su posibilidad concreta, en los hechos. Como explicaba G. Sorel, los mitos son lo contrario de las utopías: éstas exigen fe en el advenimiento de un modelo acabado, pero los mitos expresan la fuerza de una comunidad presente. La esperanza que movilizan brota de la confianza en las propias posibilidades y capacidades. Dice y recuerda que no hay que rendirse ante ninguna ineluctabilidad. Sí se puede: Espartaco lo hizo. El mito que lleva su nombre designa un posible que convoca, aquí y ahora, a ser actualizado, retomado, desarrollado.