Este ensayo fue publicado originalmente en la obra El valor de elegir (Editorial Ariel, Barcelona, 2003). Aparece en la segunda parte del libro, titulada «Elecciones recomendadas». Esta edición digital se publica con permiso del autor en la Biblioweb de sinDominio.
John Milton
Hace años vi en cierta cadena española de televisión un programa que me
impresionó especialmente. Me refiero a que me dejó juntamente indignado y
desolado: vuelvo a sentirme así cuando rememoro aquella ocasión.
Se trataba de un espacio semanal dedicado a debates generalmente tumultuosos
sobre fenómenos paranormales, milagros, platillos volantes y asombros
baratos semejantes. Por entonces había al menos uno de este género en cada
canal y se publicaban media docena de revistas acerca de tales candentes
cuestiones, a cuál más inventiva. Quizá hoy haya disminuido la afición,
aunque no estoy muy al tanto: pero lo más probable es que el negocio siga
siendo rentable.
El programa de aquella noche fatídica, en el que vine a dar por casualidad o
aburrimiento, trataba de la combustión espontánea. Para mí, el fenómeno era
desconocido, pero la mayoría de los contertulios lo consideraba tan habitual y
rutinario como las puestas de Sol: consiste en que de pronto, sin más trámite,
una persona se pone a arder sin causa justificada ni excusa válida. Por lo
visto ocurre frecuentemente que, junto a la gente fumadora que nos pide fuego
en la calle, hay otra a la que el fuego le sale de dentro sin poderlo
remediar, como la inspiración a los poetas.
La nómina de los así espontáneamente calcinados es por lo visto copiosa y la
mayoría de los asistentes al plató podía aportar un caso atestiguado por
varios amigos que lo presenciaron o hablaron con quienes lo presenciaron.
Alguno invocaba el testimonio de «importantes científicos americanos» que se
dedican a estudiar estos sucesos flamígeros pero prefieren callar su nombre
por miedo a represalias de sus colegas ignífugos o quizá de los bomberos.
Sobre qué o quién provoca este repetido prodigio, las escuelas difieren,
según aprendí en esa instructiva velada. Los elementos desconocidos que
componen el cuerpo humano intervienen en el asunto, aunque también las manchas
solares y la polución atmosférica: por supuesto, de vez en cuando, los
extraterrestres echan una mano de forma totalmente desinteresada.
Frente al coro aquiescente de los convencidos sólo se alzaba una voz
disidente: la de un catedrático de química de alguna universidad
madrileña. Con obstinación cortés pero inamovible, procurando no ofender a
nadie —¡ay, si yo hubiese estado allí...!— sostenía que la combustión así
planteada era físicamente imposible y científicamente absurda. Todos se
unían para zaherirle: resultaba evidente que le habían invitado
exclusivamente con tal fin. Le dijeron con malos modos que representaba el
dogmatismo más obsoleto, la estrechez mental y el racionalismo estreñido, la
ufana autocomplacencia del pensamiento dominante que se niega a aceptar lo
que no controla o cuanto le alarma: Ha verdad está ahí fuera!
Único y modesto paladín de la ilustración acorralada, el profesor sonreía y
seguía resistiendo. Finalmente uno de sus adversarios, creo que el mismo que
apeló antes a la autoridad de científicos ignotos, le espetó: «¿Cómo puede
usted decir que algo es imposible invocando a la ciencia? Sepa usted que la
ciencia contemporánea se rige por dos grandes normas: la teoría de la
relatividad de Einstein, que nos enseña que todo es relativo, y el principio
de incertidumbre de Heisenberg, según el cual nada podemos dar por seguro a
nivel subatómico. De modo que ¡viva la combustión espontánea!». En ese
preciso momento apagué mi televisor o, al menos, cambié de canal. Indignado,
desolado... incurablemente ingenuo.
Esa misma noche, ya en la cama, me revolví inquieto, obsesionado por la
pregunta que se atribuye a Pilatos: ¿qué es la verdad? Aunque quizá la
cuestión debiera ser: ¿existe la verdad? Pero sobre todo y antes de nada: ¿por
qué se odia, se desprecia y se teme a la verdad? ¿Por qué la
verdad primero nos falta, y luego nos sobra y nunca nos basta? Para mí es
evidente que quien busca y requiere la verdad no carece de imaginación, ni
muchísimo menos de coraje. Tampoco padece cualquier grado de ineptitud ante el
asombro o la maravilla poética: porque lo verdaderamente asombroso y poético
no es que arda lo que nada enciende, sino que sepamos cómo algo se enciende
y arde. Lo maravilloso es la realidad presente del fuego, no agobiada bajo
truculentas leyendas y burdas supersticiones. Que cada cosa sea como es y
responda a su propia naturaleza, a pesar de que cuanto existe parece presa de
incesante mudanza, debería bastar para mantener activo, asombrado y curioso el
espíritu cuerdo. Si se diera, el capricho milagroso no añadiría nada a la
fascinación del mundo: ¿a quién le aburre ver cómo, primavera tras primavera,
florecen las rosas? ¿cuánto rato le entretendría verlas florecer en invierno o
sólo las noches de Luna llena? No, el que rechaza la verdad de lo real no
aspira a nada alternativo más rico ni más complejo, sino sólo a intercalar en
las normas objetivas que no le obedecen excepciones arbitrarias de las que
pueda sentirse dueño. A ciertas almas descompensadas se les hace duro asumir
que lo real no haya esperado su visto bueno para constituirse como tal.
Supongo que a ello se refería T. S. Eliot cuando comentó que los humanos sólo
soportamos la realidad en dosis limitadas...
Desde luego, no todos los adversarios de la verdad pelean bajo la misma
bandera. Algunos sostienen que ellos aman tanto la verdad que no quieren veda
sometida a sus habituales controles ni criterios (los partidarios de la
combustión espontánea antes mencionados podrían considerarse ufanos miembros
de esta caterva): rechazan la ciencia sólo porque es demasiado acomodaticia
o estrecha y se les ha quedado pequeña.
Otros, en cambio, señalan que la verdad no es nada objetivamente contrastable
sino una construcción social intersubjetiva en permanente reinvención, que
los intelectualmente dominantes obligan a compartir al resto de su comunidad
hasta que el poder cambia de manos y de discurso.
Hay una tercera variante, clásica, que acepta en teoría la posibilidad de tal
cosa como la verdad pero descarta que los humanos podamos acceder a ella
fiablemente y nos confina todo lo más en el acatamiento resignado o utilitario
de ciertas engañosas apariencias que de momento nos convienen. Acentuando
esta postura no faltan quienes denuncian la proclamación de verdades
determinadas como un síntoma de pereza intelectual, la dimisión
presuntuosa del espíritu crítico que debiera seguir zapando disconforme
mientras dura.
Apenas merecen especial mención aquellos que no formulan ningún tipo de
reservas epistemológicas contra la verdad, a la cual condenan por motivos
«estéticos», prefiriendo siempre el arrobo delicioso de la fantásticamente
imposible o los consuelos contra el mundo de lo sobrenatural. Seguramente
dejo de mencionar alguna familia en esta nómina de urgencia, aunque
probablemente constituirá una rama peculiar de cualquiera de las ya
mencionadas.
Lo destacable es que, para el amante de la verdad, cada una de estas
actitudes no carece de su verdad propia. Hasta para negar verosímilmente la
verdad, es imprescindible manejar ciertas verdades y no es éste por cierto
el menor de los méritos que hacen superior a lo verdadero sobre sus
contrarios.
Según Spinoza, la verdad es índice de sí misma y también de lo falso: cuando
la establecemos, obtenemos al punto el modo de saber a qué distancia
está de ella lo falso y en qué medida es, en verdad, falso.
Muchos de los objetores de conciencia contra la verdad, en realidad se oponen
a un fantasma mayúsculo, la Verdad. Desconfían de que exista la Verdad o se
rebelan contra ella, si es que existe: y en ambos casos hacen bien, porque tan
cierto es que hay verdades para nuestro conocimiento como que la Verdad total
y absoluta es un absurdo (es decir, algo que no hay por dónde cogerlo, ni
por dónde comprenderlo, algo que ni siquiera podemos inteligiblemente «echar
en falta») que pertenece al limbo de la teología (como el Bien, la Belleza o
el Sentido de la Vida) y cuya sombra paraliza cuanto oscurece en lugar de
curar a los paralíticos, como cuentan que lograba la de Cristo.
Porque la verdad es siempre verdad aquí y ahora, respecto a algo: es una
posición y por tanto no puede absolutizarse sin sabotearse a
sí misma. No hay Verdad en términos absolutos lo mismo que no hay Izquierda o
Derecha absolutas (hablo de topología, no de política) sino siempre respecto a
algo y de acuerdo con determinada orientación. Eso no quiere decir
precisamente que todas las verdades sean «relativas», si por tal entendemos
que sean menos verdaderas de lo que creen ser o deberían ser, del mismo modo
que lo situado concretamente a la izquierda o a la derecha —aunque no sean
términos absolutos— no están realmente menos a la izquierda o la derecha de lo
debido. Son posiciones referidas a algo (y en tal sentido no están
«absueltas» de cualquier relación determinante, como parece exigir lo
Absoluto) pero no padecen «relativismo» alguno en lo que el término implica
de «deficitario» o poco fiable. Precisamente sería su carencia de referencia
concreta, su posición imposible en lo incondicional, lo que las invalidaría
totalmente...
De modo que puedo ahora reformular la pregunta inicial que me suscitó aquel
debate televisivo y en lugar de plantearme «¿qué es la verdad?», preferir
esta cuestión: ¿qué es «verdad»? Una inquietud quizá algo menos congestionada
que la anterior, pero no menos difícil de responder con naturalidad.
Intentémoslo, empero, recurriendo al dictamen clásico: es «verdad» la
coincidencia entre lo que pensamos o decimos y la realidad que viene al caso.
Vayamos por partes, como nos enseñó Jack el Destripador. La «verdad» es una
cualidad de nuestra forma de pensar o de hablar sobre lo que hay, pero no un
atributo ontológico de lo que hay. Se dicen o se piensan cosas «verdaderas»,
pero no existen cosas verdaderas en sí mismas (ni cosas falsas, claro está).
La verdad es coincidencia, acierto: la posición de quién pretende
saber qué es lo que mejor se adecua a lo que pretende sabido. Así pues no hay
verdad sólo en quien conoce ni sólo en lo conocido, sino en la debida
correspondencia entre ambos, tal como decimos que un flechazo certero no está
ni en la flecha de Guillermo Tell ni en la manzana sobre la cabeza de su hijo
sino en el atinado encuentro entre una y otra. No basta el arquero, ni el
arco, ni la flecha ni el blanco para que haya un buen tiro: es necesaria su
conjunción armónica. Así también en el asunto de la verdad.
Decir «coincidencia» o «correspondencia» implica asumir que nuestras
cogitaciones y aseveraciones se refieren a algo distinto e independiente de
ellas. Podemos llamar provisionalmente a ese algo «realidad». Pensamos y
hablamos sobre hechos o estados de cosas a los que nuestras ideas y palabras
se refieren, los cuales forman la realidad. Desde luego, si no hay nada real
en este sentido (como parecen sostener diversas variedades antiguas,
modernas y posmodernas de idealismo filosófico) la verdad carece
de objetividad, no siendo en el mejor de los supuestos sino lo que cree o crea
quien piensa y habla. A mi juicio, elegir la verdad significa aceptar algún
tipo de realidad objetiva, independiente. Y me parece sumamente probable que
la minusvaloración o relativización depreciativa de la verdad sea a fin de
cuentas una forma de animadversión a la realidad. Ahora bien, antes dijimos
que es «verdad» la coincidencia entre aquello que pensamos o decimos y la
realidad que viene al caso. El requisito subrayado es muy
importante, porque se dan distintos niveles o tipos de verdad (los he
llamado «campos de la verdad», en homenaje a los terrenos de las afueras que
en las ciudades medievales servían para dirimir por medio de torneos las
ordalías o juicios de Dios), cada uno de los cuales pretende coincidir con
un aspecto característico de lo real. No todos los campos de la verdad ni por
tanto los planos de lo real de que aspiran a dar cuenta son iguales. Las
realidades que deberían cumplir lo que el profesor Searle (por ejemplo, en
Mente, lenguaje y sociedad) denomina sus «condiciones de
satisfacción» resultan esencialmente diferentes. Creo que bastantes
antagonistas de la verdad lo son porque ignoran que hay campos de la verdad
diferentes y realidades también distintas requeridas para satisfacerlos o
desmentirlos. Niegan de hecho o derecho la coincidencia verificadora porque
presuponen erróneamente que el pensamiento o la palabra debe tomar siempre
postura ante un mismo tipo de realidad...
Estudiar de manera suficiente los diversos campos de la verdad y los tipos de
realidad a que se refieren exigiría un doble tratado que combinase metafísica
y epistemología. Aquí habremos de contentamos con unos pocos ejemplos que
indiquen por dónde se encaminaría esa investigación a la que renunciamos. Para
empezar, veamos estas afirmaciones: «Lope de Vega nació en Madrid en 1562»;
«Lope de Vega es el autor de Fuenteovejuna;» «Lope de Vega fue el
Fénix de los Ingenios»; «Lope de Vega es el mejor dramaturgo español del
Siglo de Oro». Cada una de ellas pertenece a un campo de la verdad más o
menos distinto o, si se prefiere, tiene unas condiciones de satisfacción
diferentes. La primera y la segunda se refieren a hechos que pueden
comprobarse por medio de investigaciones históricas (registros parroquiales,
testimonios de la época, etc...) aunque una trate de la ubicación de un hecho
físico y la otra de la autoría de una acción simbólica. En el primer caso,
decir que la afirmación es verdadera significa que si hubiéramos estado cierto
día del siglo XVI, a cierta hora y en cierto determinado lugar, hubiésemos
visto nacer a una criatura humana de sexo masculino que poco después seria
bautizada como Félix Lope de Vega y Carpio. Aquí el campo de la verdad es muy
estrecho: o tal cosa ocurrió o no ocurrió, sin mayores ambigüedades. En cuanto
a la autoría de Fuenteovejuna, también implica hechos físicos
concretos (cierto personaje escribiendo con pluma de ganso, por ejemplo, o
dictándole versos a un escribiente, etc...) pero no se limita a ellos. Ser
«autor» de una obra literaria no es meramente transcribirla o copiarla, sino
inventarla. Que tal atribución a Lope sea verdadera implica que el
escritor, pese a que se inspirase en alguna leyenda o historia del pasado,
incluso aunque tomara prestadas varias metáforas y demás tropas literarios de
otros autores, debe ser considerado según los criterios de la critica
literaria el fundamental responsable artístico de la obra en cuestión. El
campo de la verdad a que se refiere esta afirmación también puede ser
satisfecho con bastante nitidez, aunque intervengan consideraciones algo más
imprecisas que en el caso anterior.
Mucho más ambiguas son las condiciones de verdad que se requieren para
satisfacer las otras dos proposiciones. ¿Fue realmente Lope el Fénix de los
Ingenios? Sin duda es un hecho comprobable documentalmente que recibió
semejante titulo encomiástico por parte de algunos contemporáneos y que
luego otros muchos posteriores a su época lo han repetido con aprobación. Si
sólo se trata de esta constatación nominal, es algo verificable con notable
precisión. Pero si lo que deseamos saber es hasta que punto merece tal
nombradía, el campo de la verdad se hace mucho más fluido. La denominación
elogiosa es una especie de metáfora basada en una leyenda griega trasladada
al plano literario y no aspira a la exactitud sino a ser emotivamente
expresiva. De modo que puede tener aspectos verídicos y falsos a la
vez, de acuerdo con el punto de vista que se adopte y el gusto estético de
cada cual. Esta ambigüedad aún es mayor si queremos determinar hasta qué punto
Lope es el «mejor» dramaturgo de su época en España. Los criterios de
satisfacción del campo de la verdad en este caso se hacen especialmente
relativos, porque dependen de lo que se entienda por «mejor
dramaturgo» y de qué estima subjetiva merezcan a cada cual las obras de dicho
autor. Más que verdadero o falso, el dictamen nos puede resultar «verosímil» o
«inverosímil», es decir que en este caso puede tener ciertas apariencias
discutibles de verdad (mayores, desde luego, que si se afirmase de Lope que
fue «el mejor cocinero o el mejor espadachín de su época»).
No todos los tipos de verdad son iguales, pero eso no equivale a decir que el
concepto de verdad carezca de contenido o que toda «verdad» sea una
construcción tan caprichosa e imprecisa como las falsedades que se le oponen.
Afirmar que «ciertas personas sufren una combustión espontánea sin ninguna
causa externa» puede ser verdad si y sólo si ciertas personas padecen de hecho
tal tipo de combustión, lo cual por cierto nos obligaría a modificar casi todo
lo que sabemos sobre física, química y sobre las pautas mismas del
pensamiento científico. En cualquier caso, la verdad o falsedad de esa
aseveración no depende meramente de la «imaginación» de los científicos ni
de su forma de «interpretar» la realidad, sino de sucesos que ocurren en el
mundo exterior a ellos sin pedirles permiso ni anuencia. En cambio, cuando
Quevedo —en un soneto de esplendor famoso— escribe:
Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido,
su cuerpo dejará, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado
La verdad encerrada en estos versos es de género poético y depende de
la sensibilidad cultural de los lectores. O sea que no puede ser
desmentida ni confirmada por ningún suceso del mundo externo sino sólo por
la capacidad interpretativa de quien recrea en su mente la experiencia
espiritual a que el poeta se refiere. Quien no vea la «verdad» de los versos
de Quevedo (aún perteneciendo a su área y tradición cultural) puede ser tenido
por un triste filisteo estético, pero su caso será más defendible que el de
aquellos partidarios de la combustión espontánea que se niegan a los
controles científicos pertinentes de los fenómenos que aceptan acríticamente.
Lo que pretendo establecer es lo siguiente: el que no toda verdad pueda
fundarse del mismo modo no equivale a que la pretensión de verdad sea siempre
infundada. Este planteamiento es perfectamente compatible con ciertas formas
(moderadas, supongo) de escepticismo. La advertencia fundamental del
escéptico dice que, aunque nuestra creencia en la verdad o falsedad de algo
parezca tener suficientes evidencias, nunca podemos descartar totalmente el
estar a pesar de ello equivocados. Así lo formula Montaigne: «Lo que yo
mantengo hoy y lo que creo, lo mantengo y lo creo con toda mi creencia [...].
No sabría abrazar ninguna verdad ni conservarla con más fuerza que ésta. Me
entrego por entero, me entrego verdaderamente; pero ¿no me ha sucedido ya,
no una vez, sino cien o mil, y todos los días, haber abrazado alguna otra cosa
con el mismo aparato, del mismo modo, y después haberla juzgado falsa? Por lo
menos hay que ser capaz de hacernos sensatos a nuestras expensas»
(Apología de Raymond Sebond). Admitir esta posibilidad de
error comporta cierto desasosiego pero también prudencia y cordura: desde
luego, no implica a mi modo de ver renunciar a conseguir verdades aunque
estén sometidas a revisión ni considerar cualquiera de ellas igual de
valiosa que las falsedades que satisfacen ilusoriamente alguno de nuestros
caprichos supersticiosos.
Los partidarios de la verdad absoluta o de que sólo el Todo puede ser
verdadero comparten con los escépticos1 el desdén por lo que podríamos denominar verdades
«portátiles», es decir, las que realmente cuentan para nosotros en la vida y
en la ciencia. Al comienzo de su Fenomenología del espíritu, Hegel
propone a su lector el siguiente ejercicio: considere la verdad que resulta
más evidente e incontrovertible según la experiencia actual, por ejemplo la de
que en ese momento es de día. Puede anotarla en una hoja de papel, porque nada
pierde la verdad por ser escrita: «ahora es de día». Basta que pasen seis o
siete horas y, cuando relea la consignación de aquella verdad, comprobará que
se ha hecho no menos evidente e incontrovertiblemente falsa. Luego habrá que
buscar una verdad que no tenga condicionamientos temporales, espaciales ni
experimentales. de ningún otro tipo, etc... Sin embargo, algún lector cauto de
Hegel, al realizar esa prueba, podría apuntar debajo de su anotación la hora y
el huso horario en que la realiza y la modesta verdad quedaría más resguardada
frente al vendaval de lo Absoluto.
No cabe negar que, por cuidadosos que seamos, nuestras convicciones mejor
documentadas pueden revelarse antes o después equivocadas. Pero la posibilidad
misma de equivocamos implica también que es posible acertar: si nada fuese
verdad, tampoco nada podría ser falso. Los errores desalientan a los
apresurados o a los que añoran la inamovilidad de los dogmas, pero instruyen
poco a poco a los demás. Según enseñó Popper, nuestras verdades son aquellas
afirmaciones congruentes con los sucesos reales que resisten a los intentos
de probar su falsedad. Al revés ahora de lo que sostuvo Spinoza, quizá sea
precisamente el error el índice de sí mismo y de lo verdadero. En palabras de
Popper: «No disponemos de criterios de verdad y esta situación nos incita al
pesimismo. Pero poseemos en cambio criterios que, con ayuda de la
suerte (el subrayado es de Popper), pueden permitimos reconocer el error y la
falsedad». A partir de estos tanteos, vamos estableciendo provisionalmente
las verdades científicas cuya intuición se nos niega por caminos más directos:
buscar la verdad es un ejercicio de modestia. Pues efectivamente, como señaló
Ernest Gellner, se trata de «indagar» y no de «poseer».
Si no asumimos este ejercicio de modestia, no nos encontraremos más libres
sino más avasallados por los embaucadores. La mayoría de los que dicen
desconfiar de la verdad o niegan que sea algo más que una «convención
social» no suelen caracterizarse en su vida cotidiana por no creer en nada
sino por creer en cualquier cosa. y, sobre todo, creen a cualquiera: al que
mejor encarna la moda intelectual de esa temporada, al que más eficazmente
seduce o intimida. Renunciar a la objetividad de la verdad —que es por tanto
intersubjetiva— equivale a someternos a los dictados de alguna subjetividad
ajena (las mañas de la propia las conocemos demasiado de cerca como para que
nos convenzan, salvo en casos de perturbación mental). Por eso escribió
Antonio Machado:
No tu verdad: la verdad.
Y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela.
Quien no se somete a la realidad, tendrá que contentarse con obedecer órdenes
o creer en ajenas profecías. Es muy probable que el desdén posmoderno por el
sentido tradicional de la verdad (es decir, entendida como concordancia entre
nuestras afirmaciones y los sucesos del mundo externo) sea en parte el lamento
de subjetividades ambiciosas que no se resignan a tener menos ascendiente
social que el concedido a los resultados objetivos de la investigación
científica. A esta «voluntad de poder» (académica o ideológica) le atribuye
Searle la culpa de la puesta en cuestión de toda realidad indiferente a
nuestros designios: «En las universidades, y de forma muy destacada en
diversas disciplinas humanísticas, se supone que si no existe un mundo real,
las humanidades pueden tratar a la ciencia en pie de igualdad. Ambas tratan
con constructos sociales, no con realidades independientes» (Mente,
lenguaje y sociedad). Esta actitud, que no renuncia a imitar
«creativamente» las apariencias de la ciencia, lleva a imposturas como las
denunciadas en el famoso «asunto Sokal» o, como vimos al comienzo, las de
ciertas tertulias televisadas. Por supuesto, tampoco son mejores los
académicos e ideólogos «cientifistas» que —ignorando la existencia de
diferentes campos de la verdad— pretenden dirimir las cuestiones axiológicas o
estéticas aportando como ultima ratio resultados obtenidos en el
laboratorio...
Nuestro conocimiento es limitado e incierto pero existe y es relevante para
nuestra vida. Como bien señaló Max Horkheimer (en Materialismo y
metafísica), «que no lo sepamos todo no quiere decir, de
ninguna manera, que lo que sabemos es lo inesencial y lo que no sabemos lo
esencial». Tan absurdo resulta creer en la omnipotencia de nuestra razón como
en la de nuestra ignorancia: absurdo y peligroso. Entre las
elecciones de nuestra libertad, ninguna tan imprescindible y llena de
sentido como la que opta por preferir y buscar la verdad.
Este documento ha sido convertido desde LATEX mediante HEVEA para la Biblioweb de sinDominio.