SIDA: las Hipótesis Alternativas
(primera parte)

Javier Garrido

Introducción

HIVApenas iniciada la década de los ochenta, el mundo fue testigo del nacimiento de un moderno icono del terror: el SIDA, siglas de Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (en ingles AIDS, Acquired Immunodeficiency Syndrome). A la explosión de casos y muertes por esta enfermedad le siguió una explosión no menos epidémica de informaciones contradictorias, de tergiversaciones, de “interpretaciones”, de bulos y de opiniones sin fundamento. A medida que la investigación científica fue avanzando, el panorama comenzó a despejarse: se trataba de una enfermedad infecciosa, podía prevenirse, podía conseguirse un tratamiento y, eventualmente, una vacuna, la enfermedad es causada por un virus, y más concretamente, por un retrovirus. Todo esto, si bien no resultaba muy tranquilizador, al menos era comprensible.

El agente causal de la enfermedad fue descubierto en 1983, y tras una sonada polémica, paso a denominarse Virus de la Inmunodeficiencia Humana (mejor conocido por sus iniciales en ingles: HIV).

Pero, ¿es realmente el HIV la causa del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida? La mayor parte de las personas que tienen algún conocimiento acerca de la enfermedad no lo pondrán en duda, pero muy probablemente se verán en problemas si se les pregunta porque lo creen así. Y sin duda se sorprenderán si se les informa de que existe un grupo de disidentes (mas ruidoso que nutrido) que rechaza la “hipótesis” de que el HIV sea la causa del SIDA. Y que este grupo no está compuesto única ni fundamentalmente por los tradicionales alienados devotos de las “terapias alternativas”, sino que forman en sus filas unos cuantos personajes cuyas credenciales académicas previas son inatacables.

Intentaremos revisar aquí muy brevemente el tema.

La Historia Oficial

En 1981 Michael Gottlieb publicó en el New England Journal of Medicine un informe sobre cuatro “hombres homosexuales previamente sanos” que contrajeron neumonía por Pneumocystis carinii, candidiasis en mucosas e infecciones virales múltiples (N Engl J Med 1981;305(24):1425-31). Ninguna de estas patologías era nueva, pero si el hecho de que se dieran en individuos sin una causa conocida de inmunosupresión. Ese mismo año se notó un desmedido incremento de casos de sarcoma de Kaposi en homosexuales.

El término Acquired Immunodeficiency Syndrome (AIDS o SIDA) fue empleado por primera vez en 1982, y ese mismo año se fundó en Nueva York la The Gay Mens Health Crisis. El número de fallecimientos por la nueva enfermedad ascendió brutalmente de 460 en 1982 a 21074 en 1988. En 1983 un equipo del Instituto Pasteur de Francia, dirigido por el Dr. Luc Montagnier, aísla un nuevo virus, al que identifica como LAV (Virus Asociado a Linfoadenopatía), al que considera presunto causante de la enfermedad. Un año más tarde, Robert Gallo proclama en rueda de prensa haber descubierto un retrovirus, al que denomina HTLV III (Virus Linfotrópico Humano III), que también presuntamente es el causante de la enfermedad. Al final, ambos virus resultan ser el mismo (Gallo había trabajado sobre muestras cedidas por el grupo de Montagnier), y se inicia una absurda querella sobre la primacía en el descubrimiento, zanjada salomonicamente por la Comisión Internacional de Taxonomía de Virus al rebautizar al recién llegado como Virus de la Inmunodeficiencia Humana (HIV), y reconociendo tanto a ambos investigadores como “codescubridores” (de paso, hubo también un tercer descubridor – Levi – que es muy raramente mencionado).

Indiferente a todas estas discusiones, la enfermedad continúa su avance. En 1985 se aprueba el primer test de anticuerpos para identificar la infección por HIV, y comienzan a estudiarse los productos sanguíneos en Estados Unidos y Japón. En 1987 la FDA autoriza el primer tratamiento para el SIDA, la zidovudina, mejor conocida como AZT (producida por la Burroughs–Wellcome).   En 1991 la Organización Mundial de la Salud publica una estimación del número de infectados por HIV en el mundo: diez millones. En 1993 el CDC revisa la definición de caso de SIDA, y paralelamente el estudio europeo Concorde encuentra que la administración precoz de AZT no beneficia a los pacientes. Progresivamente van apareciendo nuevos tratamientos: en 1992 el ddC, en 1994 el d4T, en 1995 el saquinavir, en 1996 el indinavir. Una nueva estimación de 1997 da un total de 22.000.000 de seropositivos a nivel mundial.

Algunos investigadores suponen que el virus pasó de los simios a los humanos entre 1926 y 1946. El primer posible caso de lo que luego sería conocido como SIDA data de 1959 (en el Congo). El primer caso confirmado es el de un marino noruego,  que falleció en 1976, a los 29 años de edad (BMJ 1997;315:1689-1691). Actualmente se reconocen dos diferentes virus, HIV–1 y HIV–2; del HIV–1 se distinguen dos grupos, el M y el O. Todos estos virus posiblemente se deriven del Virus de la Inmunodeficiencia de los Simios (SIV); de hecho, el HIV–2 tiene más características comunes con el SIV que con HIV–1.
 

La otra Historia

La conspiración en marcha, trabajando en la sombra. El HIV no es la causa del SIDA, y quizás ni siquiera existe. Los arquitectos de esta conjura son los retrovirólogos, con Robert Gallo a la cabeza, la Burroughs–Wellcome (luego Glaxo–Wellcome) y otras empresas farmacéuticas, David Rockefeller, George Bush, el NIH, los CDC y el EIS. El objetivo es obtener inmensas ganancias a partir de una enfermedad inexistente, vendiendo fármacos tóxicos, que matan a mediano plazo, bajo la mirada servicial o cómplice del “establishment” médico y científico. El AZT es SIDA “por prescripción”, igual que ddC, el saquinavir y todos los demás: se piensa que los pacientes mueren de SIDA, pero en realidad los mata el tratamiento. El HIV quizás fue diseñado en un laboratorio, para acabar con los homosexuales y con la población negra del África Central. El SIDA no lo provoca el HIV, lo provocan las “drogas recreativas” y las transfusiones. También lo provoca el trimetropim–sulfametoxasol, un antimicrobiano ampliamente usado a nivel mundial, y para esconder este hecho es que se inventó la “operación SIDA”. El HIV jamás ha sido aislado, ergo, no existe, es una pura invención de Gallo, igual que el HTLV I y los demás retrovirus (presuntamente el compinche del norteamericano fue Luc Montagnier, y la disputa entre ambos no pasó de ser una pura representación). El HIV, aunque no existe, es también un virus inofensivo. Nadie ha demostrado jamás la conexión SIDA–HIV. El SIDA no es otra cosa viejas enfermedades con un nuevo nombre. El SIDA no existe en África; los pacientes de esa “presunta” enfermedad que han muerto allí son un error estadístico o quizás agentes de los conspiradores. También son agentes de la confabulación varios millares de supuestos científicos del “establishment” que publican sus estudios en las revistas más acreditadas, pero que cada fin de mes pasan secretamente por la administración de la Wellcome a cobrar los dineros de Judas. Los supuestos artículos científicos de los supuestos investigadores en realidad son redactados por escritores profesionales en una bodega abandonada de la Glaxo–Wellcome. Pero he aquí que surgen los paladines, los justicieros, los nuevos Galileos, para proclamar al mundo la verdad y debelar estos sórdidos manejos; no los arredran las amenazas de cárcel, la perdida de prebendas académicas, el desprestigio, el manicomio, el ostracismo científico. Son los “Herejes del SIDA”.

Un moderno Galileo: Peter Duesberg

Peter DuesbergEn el número del 1° de marzo de 1987 de la revista Cancer Research apareció un artículo titulado Retroviruses as Carcinogens and Pathogens: Expectations and Reality, firmado por el Dr. Peter H. Duesberg. La primera parte de ese artículo estaba dirigida contra la afirmación, realizada por su colega en la investigación del cáncer, Robert Gallo, según la cual un retrovirus previamente descubierto por este, denominado HTLV-I  podía provocar un cierto tipo leucemia. La segunda parte, que es la que nos interesa aquí, sostenía argumentos contra la teoría, ya para entonces casi universalmente aceptada, según la cual un retrovirus, el HIV (antes HTLV–III o LAV), provocaba el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida.

Este artículo le dio carta de naturalidad a las llamadas “Herejías del SIDA”, y por muy buenas razones, empezando por su propio autor. Peter Duesberg no era ningún recién llegado al campo de la virología. Nacido en Alemania, había emigrado a los Estados Unidos en 1964. Profesor de Biología Celular y Molecular en la Universidad de California, en 1970 había sido el codescubridor de las bases genéticas de la acción carcinogénica del retrovirus del sarcoma de Rous; en 1977 contribuyó a descifrar la estructura genética de los retrovirus. Todos estos trabajos lo habían hecho acreedor del  premio del NIH Outstanding Investigator Grant, que le otorgaba el privilegio de dedicarse libremente por siete años a las investigaciones de su interés sin tener que renovar las solicitudes de fondos. Con semejantes credenciales era obvio que sus opiniones sobre el problema HIV–SIDA no dejarían de llamar la atención, como en efecto ocurrió. Desde entonces, su prestigio académico ha quedado en entredicho y sus solicitudes de fondos de investigación han sido rechazadas sistemáticamente. Por lo menos, no se puede decir que sus opiniones hayan sido ignoradas: Duesberg ha sido atacado duramente por la “ortodoxia” del SIDA, e incluso el NIAID (dependiente del NIH) se sintió en la obligación de publicar en julio de 1995 una “Hoja de Hechos” refutando sus principales argumentos (cosa curiosa, a Duesberg no le ha ido mucho mejor con sus colegas “heterodoxos”, como veremos más adelante).

Evangelista incansable, Duesberg no ha cesado de difundir sus puntos de vista en conferencias, entrevistas, artículos y libros como Why we will never win the war on AIDS (1994) e Inventing the AIDS virus (1996), entre otros.

Los argumentos de Duesberg

Puntualizaré a continuación los principales argumentos de Peter Duesberg para rechazar la hipótesis de que el HIV es el causante del SIDA (esta información tiene como  fuente esencial al artículo de Duesberg, AIDS Epidemiology: Inconsistencies with Human  Immunodeficiency Virus  and with Infectious Disease,  Proc. Natl. Acad. Sci. USA, 1991;88,1575-1579). Duesberg afirma que no existe evidencia virológica ni epidemiológica que respalde la creencia de que el HIV es el causante del SIDA. Estos fueron sus argumento iniciales, que posteriormente ha ido ampliando. Así, ha señalado que el HIV es demasiado inactivo e infecta demasiado pocas células para ocasionar la enfermedad; además, no se conoce el modo en que el este pudiera ocasionar el SIDA. También aduce que el HIV no satisface los postulados de Koch. Por otro lado, la presencia de anticuerpos contra el HIV demuestran que hay una buena respuesta inmune contra la enfermedad (“un anticuerpo es ciertamente un antídoto”). Resalta asimismo el hecho de que aproximadamente la tercera parte de las enfermedades asociadas con el HIV no tienen nada que ver con inmunodeficiencias (concretamente el síndrome de desgaste, el Kaposi y el linfoma). Otra prueba que alega son los “miles de casos” existentes de SIDA sin HIV, y los millones de infectados por HIV que no han enfermado ni muerto. Finalmente, propone su propia hipótesis alternativa: El SIDA es provocado por el uso consuetudinario de “drogas recreativas”, de nitrito de amilo y por inmunosupresión por transfusiones repetidas; además, el mismo AZT (usado para el tratamiento de la infección por HIV) puede ocasionar el síndrome (“El AZT es SIDA por prescripción”).

Los errores de Duesberg

No es este el lugar para desglosar detalladamente los ingeniosos argumentos del Dr. Duesberg, ni para intentar una refutación punto por punto, pues esta ya ha sido satisfactoriamente realizada por otros autores; recomiendo en especial el artículo The AIDS Heresies – A case Study in Skepticism Taken Too Far de Steven B. Harris (del cual he tomado mucha de la información que sigue; para consultarlo, el enlace correspondiente se encuentra al final de la siguiente página). Pero de cualquier manera haremos algunas precisiones.

Para empezar existe una buena correlación entre el HIV y el SIDA; la prevalencia del virus en la población estadounidense (que es la mejor estudiada) es de apenas 0,3 % dentro de la población general, pero es en este pequeño porcentaje en donde se concentran la totalidad de los casos de SIDA adecuadamente diagnosticados. En cualquier caso, las correlaciones citadas por Duesberg (uso de drogas intravenosas, transfusiones repetidas) son mucho más débiles, y existe evidencia bien fundada que las contradice.

El comportamiento epidemiológico del HIV tampoco resulta inexplicable ni insólito. La probabilidad de infectarse depende de ciertos factores o conductas de riesgo. Los homosexuales, los usuarios de drogas intravenosas o aquellos individuos que necesitan recibir transfusiones repetidas de productos sanguíneos tienen muchas más probabilidades de encontrarse con el virus que (digamos) una mujer heterosexual, que no está accediendo a los principales “reservorios” del mismo, en los que el virus recircula constantemente. Y a esto se añade que la transmisión por vía de la cópula anal (que ocasiona traumatismos en la delicada mucosa del recto) es mucho más efectiva que la vaginal (y esto también es cierto para la Hepatitis B).

Uno de los primeros datos que llamó la atención de los investigadores cuando el SIDA apareció, fue su comportamiento sensiblemente similar a la Hepatitis B: transmisión por vía sexual, por productos sanguíneos, usuarios de drogas intravenosas. Esto hizo muy factible que se tratara de un agente infeccioso. El llamado “caso cero” del SIDA en los Estados Unidos (Gaetan Dugas, fallecido en 1984), tuvo contacto (directo o indirecto) con nueve de los primeros 19 casos reportados en Los Angeles, y con cuarenta de los primeros 248 en los Estados Unidos.

Por otra parte, el HIV–2, el virus que prevalece en el SIDA en África, se distribuye por igual en ambos sexos, por lo que aquí no existen dudas acerca de su comportamiento epidemiológico. Aquí es donde los “herejes” (el propio Duesberg y Harvey Bialy, entre otros) aducen que el SIDA en África simplemente no existe, que los datos no son fiables, que se están diagnosticando como SIDA casos de enfermedades comunes en los países del tercer mundo. Esto implica que no deben existir diferencias notables de mortalidad entre pacientes seropositivos y seronegativos, en ausencia de otros factores. En un estudio realizado en Uganda por Nun y Mulder (BMJ 1997;315:767-77), en el que se examinaron 9777 residentes de una zona rural, de los cuales el 8 % resultaron positivos para HIV–1 (no HIV–2) se encontró que la mortalidad entre los seropositivos adultos en el período de observación fue de 114 por mil por año, contra 10,4 por 1000 de los seronegativos (diez veces mayor para los seropositivos). La mortalidad de los seropositivos fue similar entre los hombres y las mujeres. No se encontraron otros factores que pudieran explicar ese exceso de mortalidad, salvo la infección por HIV. Por supuesto, los pacientes con SIDA en África muy probablemente fallecen de “enfermedades comunes” en el tercer mundo, pero simplemente porque son las enfermedades a que están más expuestos (esto mismo es aplicable a los grupos de riesgo en otros países: la gente se infecta y se enferma de lo que encuentra en su medio. Un homosexual no está expuesto a los mismos gérmenes que un hemofílico).

La transmisión del SIDA por vía sanguínea solo puede ser explicada satisfactoriamente por un agente infeccioso (hablaremos más delante de la posible inmunosupresión por los concentrados de factor VIII). ¿Y de que otra forma puede explicarse el SIDA entre mujeres que son compañeras sexuales de hombres seropositivos? Adicionalmente, el incremento de casos de SIDA en una población determinada siempre es posterior a la entrada del virus en dicha población, y no se conoce ninguna excepción a esta regla
 
Se ha planteado también que el largo período de latencia existente entre la infección por el HIV y la aparición de las enfermedades indicadoras del SIDA va en contra de la hipótesis infecciosa. El problema aquí es que no existe ninguna pauta que dicte cómo deben comportarse los virus. Un virus tan “clásico” como el del sarampión puede ocasionar la panencefalitis esclerosante subaguda de 4 a 8 años después de la infección inicial. Otro tanto puede decirse de otro virus igual de conservador, el de la rubéola. También pueden citarse aquí todos los herpesvirus: ingresan al organismo para quedarse, pudiendo producir enfermedad años o décadas más tarde. Se han descrito no menos de nueve familias de virus capaces de ocasionar infección humana persistente. Los lentivirus se encuentran bien documentados en animales y pueden producir un espectro de enfermedad idéntica al del SIDA humano: el ya citado SIV, el virus de la inmunodeficiencia felina (FIV) y el virus visna de las ovejas. Tampoco aquí el comportamiento del HIV resulta particularmente insólito.

Por otra parte, el HIV no es tan “inactivo”, ni infecta tan pocas células como se pensó inicialmente; con el uso de nuevas técnicas se ha encontrado que en el período de “latencia” entre la infección y el desarrollo de los síntomas el virus se replica activamente, infectando hasta dos millardos de células CD4 diariamente. En los nódulos linfáticos hasta el 25 % de las células CD4 pueden estar infectadas. Asimismo, se ha documentado la presencia del virus en otras líneas celulares, como los macrófagos.

Otro punto importante es que la presencia de anticuerpos contra el HIV no necesariamente demuestra que el virus haya sido erradicado. Esto suele ser cierto, pero las excepciones en cuanto a enfermedades virales son numerosas y bien conocidas. Un ejemplo de esto son los virus herpes (CMV, herpes, varicela zoster); sin contar con la posibilidad de que las mutaciones del virus hagan inefectivos muchos de estos anticuerpos. Aún es más dudoso decir (como lo hace Duesberg) que la tercera parte de las enfermedades presuntamente ligadas a la infección por HIV no tienen nada que ver con deficiencias en la inmunidad; quizás sea más ajustado decir que se desconoce que papel puede jugar la deficiencia inmune en su etiología. Duesberg cita, concretamente, al sarcoma de Kaposi, los linfomas y la enfermedad de desgaste Pero existe evidencia de que probablemente el sarcoma de Kaposi tenga una etiología viral, o de que un virus al menos actúe como cofactor (el Herpesvirus 8 – Lancet 1996; 348: 1133-38). Sobre la posible etiología de los linfomas son más las cosas que no se saben que las que se saben (de hecho, algunos también han sido relacionados con virus, como el linfoma de Burkitt con el virus de Epstein–Barr).
 

Viejas enfermedades con nombre nuevo y los miles de casos

Es indudable que las enfermedades asociadas al SIDA fueron descritas y diagnosticadas mucho antes de que este apareciera, como ocurre con el sarcoma de Kaposi, la neumonía por P. carinii, la candidiasis esofágica y traqueal, la infección por Mycobacterim avium, la retinitis por CMV y otras. Pero su incidencia era muy baja, y sobre todo, estaba limitada básicamente a individuos con causas conocidas de inmunosupresión (cáncer, leucemia, tratamiento inmunosupresor). Con la entrada en escena del HIV (y del SIDA), la incidencia de todas estas enfermedades poco comunes subió espectacularmente, y en grupos de la población donde nunca antes se presentaban. Los herejes aducen que estas enfermedades no tienen nada en común; sus opositores replican que lo que tienen en común es precisamente la infección por HIV. En la primera definición de SIDA del CDC, la presencia de alguna de las enfermedades índice, sin causa conocida de inmunosupresión, se consideraba como “caso de SIDA”. Posteriormente, los criterios fueron modificados para incluir la serología y el recuento de CD4, con vistas a lograr una mayor especificidad y una mejor capacidad de predicción.

A los “herejes” les desagrada este reajuste de los criterios (Duesberg le llama a esto “mover la portería”), a pesar de que haya demostrado su utilidad para predecir la evolución de los pacientes. En especial por el hecho de que se halla incluido el diagnóstico serológico, lo que implica que un caso solo puede ser calificado de SIDA si se demuestra infección por HIV, lo que resulta para ellos una tautología.  Él y Robert Root Bernstein (otro “hereje” no menos combativo, que descubre casos compatibles con SIDA en la literatura médica desde 1872) encuentran “miles” de casos de SIDA sin HIV. Pero ¿qué criterio están empleando para ello? ¿Únicamente la existencia de una de las enfermedades índice? ¿O cual criterio inmunológico? Si se usan unos criterios arbitrariamente amplios, es indudable que se gana sensibilidad para detectar todos los casos de enfermedad, pero se pierde especificidad,  y se acaba por diagnosticar como SIDA lo que simplemente no lo es, y esto es lo que ocurre en los “miles de casos” de SIDA sin HIV citados por los “herejes”. Con anterioridad, se había empleado la relación entre CD4 y CD8 como criterio; después esto se cambió al recuento absoluto de CD4. Este cambio transforma en nada los “miles de casos” de SIDA sin HIV. Y el cambio de criterio no fue arbitrario: se hizo porque la disminución del recuento absoluto de CD4 (y no la relación CD4/CD8) es el perfil inmunológico específico que tipifica al SIDA, y el que permite predecir una evolución y dar un pronóstico (y no, como pudiera pensarse, solamente por molestar a Duesberg). Lo mismo puede decirse de la inclusión de la demostración serológica de la infección por HIV: aquellos individuos con enfermedades indicadores (por ejemplo, neumonía por Pneumocystis) y serología positiva tienen una evolución que es predecible y que permite caracterizarlos.

El problema es precisamente ese: utilizando criterios arbitrariamente amplios, se encuentran presuntos casos de SIDA sin HIV; pero esos casos “asimilados” a la enfermedad resultan ser marcadamente diferentes a aquellos en que si se consigue el virus, respecto a evolución y pronóstico. Entonces, ¿en base a que se puede afirmar que presentan el mismo cuadro? Contrariamente a lo que afirman los herejes, un caso de tuberculosis sola es sí diferente a un caso de tuberculosis con HIV; la diferencia está precisamente en la evolución que es de esperar de cada uno.

Al final de todo quedó todavía un pequeño remanente de pacientes con recuentos anormalmente bajos de CD4, y sin HIV: según Steven Harris, menos de 100. Se les calificó de “ICL” (Inmunodeficiencia CD4 idiopática). ¿Son estos los famosos casos de SIDA sin HIV? Pues tampoco: para empezar, como lo señala Harris, nadie ha demostrado que se trate de una inmunodeficiencia adquirida; tampoco su evolución es comparable a la de los verdaderos pacientes con SIDA, y sus recuentos de CD4 parecen ser fluctuantes. Muy probablemente se trate de un trastorno que se descubre precisamente porque es en este momento cuando se hacen estudios extensos de subpoblaciones de linfocitos.

Otro argumento que se aduce contra la hipótesis de que el HIV es causa del SIDA, es que existen millones de pacientes infectados que ni están enfermos ni muertos (se encuentran “sanos”). Descontando que esos individuos no estén dando manifestaciones ahora, pero que si posiblemente las darán futuro, hay que señalar que para la mayoría de las enfermedades infecciosas, “infección” no necesariamente significa “enfermedad”, y que “enfermedad” no implica necesariamente “muerte”. Enfermar o no, tras exponerse a un agente infeccioso, no depende de un único factor, por más virulento que sea dicho agente; el agente es condición necesaria, pero no suficiente. Esto tampoco es una característica insólita del SIDA: la peste bubónica diezmó a la población europea en el siglo XIII, pero demás está decir que no despobló el continente, como tampoco lo hizo la viruela con América tras la conquista española.

En algunas ocasiones, Duesberg se sale de la línea de argumentación científica para caer de lleno en el campo de la falacia pura y simple, como cuando afirma que “el promedio de vida de los hemofílicos americanos se ha doblado durante los últimos diez a quince años después de que alrededor del 75 % (15.000) han sido infectados por transfusiones” (Results fall short for HIV Theory. Insight 14 Feb, 1994). Lástima que esto no se a así. De acuerdo a un estudio de Chorba y Holman (Am J Hematol 1994 Feb;45(2):112-21), a partir de 1984, la expectativa de vida de los hemofílicos comenzó a disminuir, pasando de 57 años para el período 1979–1981, a 40 años entre 1987 y 1989. De 1979–1981 a 1987–1989 la mortalidad se incrementó en todos los grupos de edad sobre los 9 años, en especial entre aquellos más jóvenes. Y un detalle importante: este incremento de la mortalidad fue previo al inicio del uso del AZT, por lo que no cabe atribuirlo al uso de este fármaco.

Más hipótesis

Si el HIV no es causa del SIDA ¿Cómo se explica entonces que un grupo de “viejas enfermedades” adquieran de pronto proporciones epidémicas, dentro de un contexto de deficiencia inmune específica, y en presencia de evidencia serológica de infección por un agente viral determinado? Aquí el Dr. Duesberg lleva su ingenio al límite, y le consigue explicaciones a todo (o a casi todo). Veamos como.

Para empezar, resucita la antigua hipótesis de que el SIDA es causada por el uso (o más bien, por el abuso) de drogas recreativas y de nitritos de amilo (sustancia utilizada para “potenciar” el orgasmo). Esto se planteo en los inicios de la epidemia, y pareció plausible en su momento (para esa época también se pensó que el agente causal podía ser el citomegalovirus, o la exposición contínua a las proteínas del semen). Pero como ha sido señalado por muchos autores, el uso de drogas recreativas es muy anterior a la aparición del SIDA, y los estudios realizados en usuarios de drogas intravenosas sin infección por HIV no han encontrado defectos inmunes equiparables a los del SIDA. A partir de este punto Duesberg comienza a aplicar una “defensa escalonada” para explicar porque el SIDA aparece en grupos que obviamente no utilizan las drogas intravenosas.

¿Por qué aparece el HIV especialmente entre los pacientes con SIDA? Porque es un “marcador de riesgo”, propone. Se lo transmiten entre sí los homosexuales, los drogadictos y los hemofílicos junto con el “verdadero” agente etiológico (tóxico) de la enfermedad. ¿Cuál es ese “factor tóxico? Por lo visto, no hay uno solo: valen los nitritos de amilo, la heroína, el LSD, las anfetaminas, la cocaína y cualquier otro. Pero esto deja por fuera a los hemofílicos y receptores de transfusiones en general, que no suelen, como grupo, darse a esta clase de expansiones y por consiguiente no tienen este factor de riesgo. La cuestión se resuelve apelando a la inmunosupresión ocasionada por las transfusiones repetidas.

Se sabe que la exposición repetida a proteínas exógenas puede alterar la respuesta inmune. Pero ¿al extremo de producir el SIDA? No existe ninguna evidencia a favor de esta posibilidad, pero sí en contra. Repetidos estudios han encontrado que no existe relación entre dosis las de factor VIII que reciben los pacientes y la posibilidad de presentar enfermedades marcadoras de SIDA; una vez más, la única correlación consistente es con la infección por HIV. De acuerdo a la hipótesis “tóxica”, aquellos pacientes que recibieran mayor cantidad del hemoderivado en cuestión (concentrado de factor VIII) deberían tener mayor probabilidad de enfermar, pero esto no ocurre en la práctica. Por ejemplo, Sabin y colaboradores (BMJ 1996;312:207-210), en un estudio pareado de pacientes con hemofilia seropositivos y seronegativos, no encontraron correlación entre la aparición de enfermedades indicadoras de SIDA ni del recuento de CD4 respecto a la cantidad de concentrado de factor VIII administrada a los pacientes. Todas las enfermedades indicadoras de SIDA aparecieron en el grupo seropositivo para HIV. Una vez más, estamos ante una hipótesis ad hoc, en favor de la cual no se aporta ninguna prueba y que es desmentida por los estudios pertinentes
 ¿Y que ocurre con el SIDA en mujeres? Aquí Duesberg recurre a una respuesta estándar: simplemente la mayoría son usuarias de drogas intravenosas. Lo cual en principio puede ser cierto, pero que obvia el hecho de que el grupo en el que el SIDA se ha incrementado más rápidamente es el de las mujeres heterosexuales sin otro factor de riesgo conocido salvo el de ser pareja de un hombre infectado. ¿Explicaciones para esto? Por lo visto, ninguna. Duesberg se limita a minimizar el problema (“el 25 % del 10% es el 2,5 %”), pero el hecho de que este grupo sea numéricamente poco importante por ahora en relación a los otros no hace que deje de existir. Y que represente un problema si se sigue abogando por una “hipótesis tóxica”. El hecho es que esas mujeres existen, están infectadas por HIV, desarrollan el SIDA y no tienen otro factor de riesgo aparte del contacto sexual.

SIDA por prescripción

Los herejes del SIDA alegan continuamente que el AZT es “SIDA por prescripción”; en sus artículos el riesgo de tomar dicho medicamento es maximizado al punto que el lector no puede menos sospechar que se está administrando deliberadamente un veneno a un grupo de individuos inocentes con la intención de provocarles la muerte ocasionándoles un SIDA “artificial” (y en más de una ocasión, no es que el lector lo tenga que sospechar, sino que se le dice eso explícitamente). Esta “leyenda negra” se ha ido extendiendo después a cada nuevo fármaco que aparece, ya sea análogo de los nucleósidos o inhibidor de la proteasa. Nadie niega que el AZT sea tóxico, y dado su mecanismo de acción (interfiere la formación del DNA) no podía esperarse otra cosa. El principal argumento de los herejes es el estudio europeo Concorde. Dicho estudio encontró que el AZT no proporcionaba beneficios para los pacientes, pero también demostró que tampoco tenía mayor impacto en las tasas de supervivencia, esto es, que ni las mejoraba ni las empeoraba dentro de valores de significancia estadística. Dicho sea de paso, las elevadas dosis iniciales actualmente ya no se utilizan, y la monoterapia tiene muy pocas indicaciones (la más importante, la prevención de la transmisión vertical de la madre al feto durante el embarazo y el parto, obteniéndose aparentemente buenos resultados).

Los nuevos fármacos y las combinaciones de estos también son prejuzgados según este mismo patrón. Pero ya existe evidencia de que las nuevas combinaciones (conocidas coloquialmente como “cócteles”) pueden retrasar la progresión del SIDA y mejorar la supervivencia (véase por ejemplo, el estudio Impact of new antiretroviral combination therapies in HIV infected patients in Switzerland: prospective multicentre study en BMJ 1997;315:1194-1199).

¿Fue aprobado el AZT por el FDA con una precipitación indecorosa, y sin adecuados estudios previos, como proclaman los herejes del SIDA? Pues en esto muy probablemente tienen razón. Lo cierto es que apenas existía evidencia en 1987 de que el AZT pudiera funcionar, y esta evidencia dependía de un solo estudio (incompleto), promovido de paso por la misma Burroughs–Wellcome (el laboratorio que lo fabricaba; luego transformado en Glaxo–Wellcome). Pero antes de comenzar a pontificar sobre conspiraciones y sobre el oro de la industria farmacéutica, sería adecuado considerar otros aspectos del problema. Como por ejemplo, las presiones que existían en esa época para que se consiguiera un tratamiento en una carrera contra el reloj, en medio de un ambiente de pánico y desesperación por una nueva enfermedad letal. "Drugs into bodies" era la divisa de los activistas de las organizaciones de homosexuales.  Si algo demuestra todo esto es que no se puede hacer buena ciencia ni buena medicina siguiendo criterios políticos y/o económicos.
 

Root-Bernstein

Otro herético del SIDA, Robert Root–Bernstein, no parece ir tan lejos como Duesberg  a la hora de negar la relación del síndrome con el HIV. Éste parece pensar, en base a la revisión de la evidencia epidemiológica, que son precisos varios factores para que aparezca la enfermedad: malnutrición, uso de drogas intravenosas, factores de inmunosupresión, pero por lo visto sin excluir al virus. Todo esto excluye que los adultos sanos puedan adquirir la enfermedad. Root–Bernstein hace especial hincapié en lo que el llama la “paradoja de las prostitutas”: es extraordinariamente infrecuente que las prostitutas no usuarias de drogas intravenosas adquieran el SIDA (o el HIV) a pesar de practicar conductas de riesgo. De esto deduce que el SIDA no se comporta como una enfermedad de transmisión sexual corriente, y que es necesario “otro factor”. En apoyo a esta idea aduce que la enfermedad se transmite con mucha mayor facilidad a través de la cópula anal, y que la transmisión se produce con mucho más facilidad al miembro receptivo de la pareja que a partir de este. “Ninguna otra enfermedad transmitida sexualmente se conduce de esta manera”– concluye. Lamentablemente para su línea de argumentación, la transmisión de la Hepatitis B entre los hombres homosexuales sigue este mismo patrón, por lo que no resulta precisamente insólito. También es errónea la idea de que los adultos “sanos” no adquieren la enfermedad. Para adquirir la enfermedad el factor principal es pertenecer a un grupo de riesgo; es claro que en esos grupos la cantidad de individuos “no sanos” puede ser abrumadoramente superior al promedio de la población (piénsese, como caso extremo, en los usuarios de drogas intravenosas), pero dentro del mismo grupo se ha comprobado que pueden adquirir la enfermedad tanto los previamente “sanos” como los previamente “enfermos”. Se ha demostrado la transmisión en homosexuales sin ninguna deficiencia inmunitaria previa, y también en las parejas sanas (femeninas) de hombres hemofílicos; la única forma de hacerlos encajar en la teoría de Root–Bernstein sería ampliar el concepto de “enfermo” a unos límites tan exagerados que resultaría inútil.

Root-Bernstein también tiene algo que decir acerca del descenso de las células CD4. Tras revisar exhaustivamente la literatura médica encuentra tasas de células CD4 similares a las de los pacientes de SIDA en muchas categorías de pacientes de cáncer, pacientes trasplantados, usuarios a largo plazo de drogas intravenosas, niños con deficiencias inmunitarias congénitas, personas que sufren de malnutrición, receptores de transfusiones sanguíneas, personas recién operadas o sometidas a anestesia. Pero ¿qué tiene todo esto de especial? Muchos de los ejemplos citados simplemente tienen causas bien establecidas de inmunosupresión, conocidas desde mucho antes de la aparición del SIDA. En otros, como los usuarios de drogas intravenosas, son extraordinariamente infrecuentes los casos de niveles de CD4 bajos comparables a los del SIDA (y cuando esto ocurre, siempre existe otra causa de inmunosupresión). Otras patologías y estados fisiológicos pueden también disminuir el recuento, pero de modo transitorio y sin llegar a los niveles que se ven en el síndrome, y sobre todo, sin estar relacionados con infecciones oportunistas.

Por lo visto Robert Root–Bernstein es verdaderamente un moderado entre los herejes; sus opiniones parecen estar a medio camino entre Duesberg y la postura “oficial”. Pero sorprendentemente, como veremos a continuación, también la postura de Peter Duesberg resulta ser muy moderada, a pesar de toda su beligerancia. Duesberg piensa que la causa del SIDA es tóxica, y rechaza al HIV como agente causal, pero sin negar su existencia. Para algunos de los heréticos que encontraremos mas adelante, esto resulta muy poco.

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