El agente causal de la enfermedad fue descubierto en 1983, y tras una sonada polémica, paso a denominarse Virus de la Inmunodeficiencia Humana (mejor conocido por sus iniciales en ingles: HIV).
Pero, ¿es realmente el HIV la causa del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida? La mayor parte de las personas que tienen algún conocimiento acerca de la enfermedad no lo pondrán en duda, pero muy probablemente se verán en problemas si se les pregunta porque lo creen así. Y sin duda se sorprenderán si se les informa de que existe un grupo de disidentes (mas ruidoso que nutrido) que rechaza la “hipótesis” de que el HIV sea la causa del SIDA. Y que este grupo no está compuesto única ni fundamentalmente por los tradicionales alienados devotos de las “terapias alternativas”, sino que forman en sus filas unos cuantos personajes cuyas credenciales académicas previas son inatacables.
Intentaremos revisar aquí muy brevemente el tema.
El término Acquired Immunodeficiency Syndrome (AIDS o SIDA) fue empleado por primera vez en 1982, y ese mismo año se fundó en Nueva York la The Gay Mens Health Crisis. El número de fallecimientos por la nueva enfermedad ascendió brutalmente de 460 en 1982 a 21074 en 1988. En 1983 un equipo del Instituto Pasteur de Francia, dirigido por el Dr. Luc Montagnier, aísla un nuevo virus, al que identifica como LAV (Virus Asociado a Linfoadenopatía), al que considera presunto causante de la enfermedad. Un año más tarde, Robert Gallo proclama en rueda de prensa haber descubierto un retrovirus, al que denomina HTLV III (Virus Linfotrópico Humano III), que también presuntamente es el causante de la enfermedad. Al final, ambos virus resultan ser el mismo (Gallo había trabajado sobre muestras cedidas por el grupo de Montagnier), y se inicia una absurda querella sobre la primacía en el descubrimiento, zanjada salomonicamente por la Comisión Internacional de Taxonomía de Virus al rebautizar al recién llegado como Virus de la Inmunodeficiencia Humana (HIV), y reconociendo tanto a ambos investigadores como “codescubridores” (de paso, hubo también un tercer descubridor – Levi – que es muy raramente mencionado).
Indiferente a todas estas discusiones, la enfermedad continúa su avance. En 1985 se aprueba el primer test de anticuerpos para identificar la infección por HIV, y comienzan a estudiarse los productos sanguíneos en Estados Unidos y Japón. En 1987 la FDA autoriza el primer tratamiento para el SIDA, la zidovudina, mejor conocida como AZT (producida por la Burroughs–Wellcome). En 1991 la Organización Mundial de la Salud publica una estimación del número de infectados por HIV en el mundo: diez millones. En 1993 el CDC revisa la definición de caso de SIDA, y paralelamente el estudio europeo Concorde encuentra que la administración precoz de AZT no beneficia a los pacientes. Progresivamente van apareciendo nuevos tratamientos: en 1992 el ddC, en 1994 el d4T, en 1995 el saquinavir, en 1996 el indinavir. Una nueva estimación de 1997 da un total de 22.000.000 de seropositivos a nivel mundial.
Algunos investigadores suponen que el virus pasó de los simios a los humanos
entre 1926 y 1946. El primer posible caso de lo que luego sería conocido como
SIDA data de 1959 (en el Congo). El primer caso confirmado es el de un marino
noruego, que falleció en 1976, a los 29 años de edad (BMJ
1997;315:1689-1691). Actualmente se reconocen dos diferentes virus, HIV–1 y
HIV–2; del HIV–1 se distinguen dos grupos, el M y el O. Todos estos virus
posiblemente se deriven del Virus de la Inmunodeficiencia de los Simios (SIV);
de hecho, el HIV–2 tiene más características comunes con el SIV que con HIV–1.
Este artículo le dio carta de naturalidad a las llamadas “Herejías del SIDA”, y por muy buenas razones, empezando por su propio autor. Peter Duesberg no era ningún recién llegado al campo de la virología. Nacido en Alemania, había emigrado a los Estados Unidos en 1964. Profesor de Biología Celular y Molecular en la Universidad de California, en 1970 había sido el codescubridor de las bases genéticas de la acción carcinogénica del retrovirus del sarcoma de Rous; en 1977 contribuyó a descifrar la estructura genética de los retrovirus. Todos estos trabajos lo habían hecho acreedor del premio del NIH Outstanding Investigator Grant, que le otorgaba el privilegio de dedicarse libremente por siete años a las investigaciones de su interés sin tener que renovar las solicitudes de fondos. Con semejantes credenciales era obvio que sus opiniones sobre el problema HIV–SIDA no dejarían de llamar la atención, como en efecto ocurrió. Desde entonces, su prestigio académico ha quedado en entredicho y sus solicitudes de fondos de investigación han sido rechazadas sistemáticamente. Por lo menos, no se puede decir que sus opiniones hayan sido ignoradas: Duesberg ha sido atacado duramente por la “ortodoxia” del SIDA, e incluso el NIAID (dependiente del NIH) se sintió en la obligación de publicar en julio de 1995 una “Hoja de Hechos” refutando sus principales argumentos (cosa curiosa, a Duesberg no le ha ido mucho mejor con sus colegas “heterodoxos”, como veremos más adelante).
Evangelista incansable, Duesberg no ha cesado de difundir sus puntos de vista en conferencias, entrevistas, artículos y libros como Why we will never win the war on AIDS (1994) e Inventing the AIDS virus (1996), entre otros.
2. “El SIDA en América es incompatible con una enfermedad infecciosa, debido a que está casi exclusivamente restringido a los hombres (91 %), debido a que si ocurre es solo después de un promedio de 10 años desde la adquisición del HIV, debido a que las enfermedades específicas no son transmisibles entre los diferentes grupos de riesgo, y debido a que a diferencia de otras nuevas enfermedades infecciosas, el SIDA no ha aumentado exponencialmente desde que el test del SIDA fue establecido y el SIDA recibió su actual definición en 1987”.
3. “La evidencia epidemiológica indica que el HIV es un virus establecido hace largo tiempo, transmitido perinatalmente. El HIV actúa como un marcador para el riesgo del SIDA en América, debido a que es raro y no transmisible por contactos horizontales diferentes de las transfusiones frecuentes, las drogas intravenosas, y sexo repetido o promiscuo”.
Los errores de Duesberg
No es este el lugar para desglosar detalladamente los ingeniosos argumentos del Dr. Duesberg, ni para intentar una refutación punto por punto, pues esta ya ha sido satisfactoriamente realizada por otros autores; recomiendo en especial el artículo The AIDS Heresies – A case Study in Skepticism Taken Too Far de Steven B. Harris (del cual he tomado mucha de la información que sigue; para consultarlo, el enlace correspondiente se encuentra al final de la siguiente página). Pero de cualquier manera haremos algunas precisiones.
Para empezar sí existe una buena correlación entre el HIV y el SIDA; la prevalencia del virus en la población estadounidense (que es la mejor estudiada) es de apenas 0,3 % dentro de la población general, pero es en este pequeño porcentaje en donde se concentran la totalidad de los casos de SIDA adecuadamente diagnosticados. En cualquier caso, las correlaciones citadas por Duesberg (uso de drogas intravenosas, transfusiones repetidas) son mucho más débiles, y existe evidencia bien fundada que las contradice.
El comportamiento epidemiológico del HIV tampoco resulta inexplicable ni insólito. La probabilidad de infectarse depende de ciertos factores o conductas de riesgo. Los homosexuales, los usuarios de drogas intravenosas o aquellos individuos que necesitan recibir transfusiones repetidas de productos sanguíneos tienen muchas más probabilidades de encontrarse con el virus que (digamos) una mujer heterosexual, que no está accediendo a los principales “reservorios” del mismo, en los que el virus recircula constantemente. Y a esto se añade que la transmisión por vía de la cópula anal (que ocasiona traumatismos en la delicada mucosa del recto) es mucho más efectiva que la vaginal (y esto también es cierto para la Hepatitis B).
Uno de los primeros datos que llamó la atención de los investigadores cuando el SIDA apareció, fue su comportamiento sensiblemente similar a la Hepatitis B: transmisión por vía sexual, por productos sanguíneos, usuarios de drogas intravenosas. Esto hizo muy factible que se tratara de un agente infeccioso. El llamado “caso cero” del SIDA en los Estados Unidos (Gaetan Dugas, fallecido en 1984), tuvo contacto (directo o indirecto) con nueve de los primeros 19 casos reportados en Los Angeles, y con cuarenta de los primeros 248 en los Estados Unidos.
Por otra parte, el HIV–2, el virus que prevalece en el SIDA en África, se distribuye por igual en ambos sexos, por lo que aquí no existen dudas acerca de su comportamiento epidemiológico. Aquí es donde los “herejes” (el propio Duesberg y Harvey Bialy, entre otros) aducen que el SIDA en África simplemente no existe, que los datos no son fiables, que se están diagnosticando como SIDA casos de enfermedades comunes en los países del tercer mundo. Esto implica que no deben existir diferencias notables de mortalidad entre pacientes seropositivos y seronegativos, en ausencia de otros factores. En un estudio realizado en Uganda por Nun y Mulder (BMJ 1997;315:767-77), en el que se examinaron 9777 residentes de una zona rural, de los cuales el 8 % resultaron positivos para HIV–1 (no HIV–2) se encontró que la mortalidad entre los seropositivos adultos en el período de observación fue de 114 por mil por año, contra 10,4 por 1000 de los seronegativos (diez veces mayor para los seropositivos). La mortalidad de los seropositivos fue similar entre los hombres y las mujeres. No se encontraron otros factores que pudieran explicar ese exceso de mortalidad, salvo la infección por HIV. Por supuesto, los pacientes con SIDA en África muy probablemente fallecen de “enfermedades comunes” en el tercer mundo, pero simplemente porque son las enfermedades a que están más expuestos (esto mismo es aplicable a los grupos de riesgo en otros países: la gente se infecta y se enferma de lo que encuentra en su medio. Un homosexual no está expuesto a los mismos gérmenes que un hemofílico).
La transmisión del SIDA por vía sanguínea solo puede ser explicada
satisfactoriamente por un agente infeccioso (hablaremos más delante de la
posible inmunosupresión por los concentrados de factor VIII). ¿Y de que otra
forma puede explicarse el SIDA entre mujeres que son compañeras sexuales de
hombres seropositivos? Adicionalmente, el incremento de casos de SIDA en una
población determinada siempre es posterior a la entrada del virus en dicha
población, y no se conoce ninguna excepción a esta regla
Se ha
planteado también que el largo período de latencia existente entre la infección
por el HIV y la aparición de las enfermedades indicadoras del SIDA va en contra
de la hipótesis infecciosa. El problema aquí es que no existe ninguna pauta que
dicte cómo deben comportarse los virus. Un virus tan “clásico” como el del
sarampión puede ocasionar la panencefalitis esclerosante subaguda de 4 a 8 años
después de la infección inicial. Otro tanto puede decirse de otro virus igual de
conservador, el de la rubéola. También pueden citarse aquí todos los
herpesvirus: ingresan al organismo para quedarse, pudiendo producir enfermedad
años o décadas más tarde. Se han descrito no menos de nueve familias de virus
capaces de ocasionar infección humana persistente. Los lentivirus se encuentran
bien documentados en animales y pueden producir un espectro de enfermedad
idéntica al del SIDA humano: el ya citado SIV, el virus de la inmunodeficiencia
felina (FIV) y el virus visna de las ovejas. Tampoco aquí el comportamiento del
HIV resulta particularmente insólito.
Por otra parte, el HIV no es tan “inactivo”, ni infecta tan pocas células como se pensó inicialmente; con el uso de nuevas técnicas se ha encontrado que en el período de “latencia” entre la infección y el desarrollo de los síntomas el virus se replica activamente, infectando hasta dos millardos de células CD4 diariamente. En los nódulos linfáticos hasta el 25 % de las células CD4 pueden estar infectadas. Asimismo, se ha documentado la presencia del virus en otras líneas celulares, como los macrófagos.
Otro punto importante es que la presencia de anticuerpos contra el HIV no
necesariamente demuestra que el virus haya sido erradicado. Esto suele ser
cierto, pero las excepciones en cuanto a enfermedades virales son numerosas y
bien conocidas. Un ejemplo de esto son los virus herpes (CMV, herpes, varicela
zoster); sin contar con la posibilidad de que las mutaciones del virus hagan
inefectivos muchos de estos anticuerpos. Aún es más dudoso decir (como lo hace
Duesberg) que la tercera parte de las enfermedades presuntamente ligadas a la
infección por HIV no tienen nada que ver con deficiencias en la inmunidad;
quizás sea más ajustado decir que se desconoce que papel puede jugar la
deficiencia inmune en su etiología. Duesberg cita, concretamente, al sarcoma de
Kaposi, los linfomas y la enfermedad de desgaste Pero existe evidencia de que
probablemente el sarcoma de Kaposi tenga una etiología viral, o de que un virus
al menos actúe como cofactor (el Herpesvirus 8 – Lancet 1996; 348: 1133-38).
Sobre la posible etiología de los linfomas son más las cosas que no se saben que
las que se saben (de hecho, algunos también han sido relacionados con virus,
como el linfoma de Burkitt con el virus de Epstein–Barr).
A los “herejes” les desagrada este reajuste de los criterios (Duesberg le llama a esto “mover la portería”), a pesar de que haya demostrado su utilidad para predecir la evolución de los pacientes. En especial por el hecho de que se halla incluido el diagnóstico serológico, lo que implica que un caso solo puede ser calificado de SIDA si se demuestra infección por HIV, lo que resulta para ellos una tautología. Él y Robert Root Bernstein (otro “hereje” no menos combativo, que descubre casos compatibles con SIDA en la literatura médica desde 1872) encuentran “miles” de casos de SIDA sin HIV. Pero ¿qué criterio están empleando para ello? ¿Únicamente la existencia de una de las enfermedades índice? ¿O cual criterio inmunológico? Si se usan unos criterios arbitrariamente amplios, es indudable que se gana sensibilidad para detectar todos los casos de enfermedad, pero se pierde especificidad, y se acaba por diagnosticar como SIDA lo que simplemente no lo es, y esto es lo que ocurre en los “miles de casos” de SIDA sin HIV citados por los “herejes”. Con anterioridad, se había empleado la relación entre CD4 y CD8 como criterio; después esto se cambió al recuento absoluto de CD4. Este cambio transforma en nada los “miles de casos” de SIDA sin HIV. Y el cambio de criterio no fue arbitrario: se hizo porque la disminución del recuento absoluto de CD4 (y no la relación CD4/CD8) es el perfil inmunológico específico que tipifica al SIDA, y el que permite predecir una evolución y dar un pronóstico (y no, como pudiera pensarse, solamente por molestar a Duesberg). Lo mismo puede decirse de la inclusión de la demostración serológica de la infección por HIV: aquellos individuos con enfermedades indicadores (por ejemplo, neumonía por Pneumocystis) y serología positiva tienen una evolución que es predecible y que permite caracterizarlos.
El problema es precisamente ese: utilizando criterios arbitrariamente amplios, se encuentran presuntos casos de SIDA sin HIV; pero esos casos “asimilados” a la enfermedad resultan ser marcadamente diferentes a aquellos en que si se consigue el virus, respecto a evolución y pronóstico. Entonces, ¿en base a que se puede afirmar que presentan el mismo cuadro? Contrariamente a lo que afirman los herejes, un caso de tuberculosis sola es sí diferente a un caso de tuberculosis con HIV; la diferencia está precisamente en la evolución que es de esperar de cada uno.
Al final de todo quedó todavía un pequeño remanente de pacientes con recuentos anormalmente bajos de CD4, y sin HIV: según Steven Harris, menos de 100. Se les calificó de “ICL” (Inmunodeficiencia CD4 idiopática). ¿Son estos los famosos casos de SIDA sin HIV? Pues tampoco: para empezar, como lo señala Harris, nadie ha demostrado que se trate de una inmunodeficiencia adquirida; tampoco su evolución es comparable a la de los verdaderos pacientes con SIDA, y sus recuentos de CD4 parecen ser fluctuantes. Muy probablemente se trate de un trastorno que se descubre precisamente porque es en este momento cuando se hacen estudios extensos de subpoblaciones de linfocitos.
Otro argumento que se aduce contra la hipótesis de que el HIV es causa del SIDA, es que existen millones de pacientes infectados que ni están enfermos ni muertos (se encuentran “sanos”). Descontando que esos individuos no estén dando manifestaciones ahora, pero que si posiblemente las darán futuro, hay que señalar que para la mayoría de las enfermedades infecciosas, “infección” no necesariamente significa “enfermedad”, y que “enfermedad” no implica necesariamente “muerte”. Enfermar o no, tras exponerse a un agente infeccioso, no depende de un único factor, por más virulento que sea dicho agente; el agente es condición necesaria, pero no suficiente. Esto tampoco es una característica insólita del SIDA: la peste bubónica diezmó a la población europea en el siglo XIII, pero demás está decir que no despobló el continente, como tampoco lo hizo la viruela con América tras la conquista española.
En algunas ocasiones, Duesberg se sale de la línea de argumentación científica para caer de lleno en el campo de la falacia pura y simple, como cuando afirma que “el promedio de vida de los hemofílicos americanos se ha doblado durante los últimos diez a quince años después de que alrededor del 75 % (15.000) han sido infectados por transfusiones” (Results fall short for HIV Theory. Insight 14 Feb, 1994). Lástima que esto no se a así. De acuerdo a un estudio de Chorba y Holman (Am J Hematol 1994 Feb;45(2):112-21), a partir de 1984, la expectativa de vida de los hemofílicos comenzó a disminuir, pasando de 57 años para el período 1979–1981, a 40 años entre 1987 y 1989. De 1979–1981 a 1987–1989 la mortalidad se incrementó en todos los grupos de edad sobre los 9 años, en especial entre aquellos más jóvenes. Y un detalle importante: este incremento de la mortalidad fue previo al inicio del uso del AZT, por lo que no cabe atribuirlo al uso de este fármaco.
Para empezar, resucita la antigua hipótesis de que el SIDA es causada por el uso (o más bien, por el abuso) de drogas recreativas y de nitritos de amilo (sustancia utilizada para “potenciar” el orgasmo). Esto se planteo en los inicios de la epidemia, y pareció plausible en su momento (para esa época también se pensó que el agente causal podía ser el citomegalovirus, o la exposición contínua a las proteínas del semen). Pero como ha sido señalado por muchos autores, el uso de drogas recreativas es muy anterior a la aparición del SIDA, y los estudios realizados en usuarios de drogas intravenosas sin infección por HIV no han encontrado defectos inmunes equiparables a los del SIDA. A partir de este punto Duesberg comienza a aplicar una “defensa escalonada” para explicar porque el SIDA aparece en grupos que obviamente no utilizan las drogas intravenosas.
¿Por qué aparece el HIV especialmente entre los pacientes con SIDA? Porque es un “marcador de riesgo”, propone. Se lo transmiten entre sí los homosexuales, los drogadictos y los hemofílicos junto con el “verdadero” agente etiológico (tóxico) de la enfermedad. ¿Cuál es ese “factor tóxico? Por lo visto, no hay uno solo: valen los nitritos de amilo, la heroína, el LSD, las anfetaminas, la cocaína y cualquier otro. Pero esto deja por fuera a los hemofílicos y receptores de transfusiones en general, que no suelen, como grupo, darse a esta clase de expansiones y por consiguiente no tienen este factor de riesgo. La cuestión se resuelve apelando a la inmunosupresión ocasionada por las transfusiones repetidas.
Se sabe que la exposición repetida a proteínas exógenas puede alterar la
respuesta inmune. Pero ¿al extremo de producir el SIDA? No existe ninguna
evidencia a favor de esta posibilidad, pero sí en contra. Repetidos estudios han
encontrado que no existe relación entre dosis las de factor VIII que reciben los
pacientes y la posibilidad de presentar enfermedades marcadoras de SIDA; una vez
más, la única correlación consistente es con la infección por HIV. De acuerdo a
la hipótesis “tóxica”, aquellos pacientes que recibieran mayor cantidad del
hemoderivado en cuestión (concentrado de factor VIII) deberían tener mayor
probabilidad de enfermar, pero esto no ocurre en la práctica. Por ejemplo, Sabin
y colaboradores (BMJ 1996;312:207-210), en un estudio pareado de pacientes con
hemofilia seropositivos y seronegativos, no encontraron correlación entre la
aparición de enfermedades indicadoras de SIDA ni del recuento de CD4 respecto a
la cantidad de concentrado de factor VIII administrada a los pacientes.
Todas las enfermedades indicadoras de SIDA aparecieron en el grupo
seropositivo para HIV. Una vez más, estamos ante una hipótesis ad hoc, en
favor de la cual no se aporta ninguna prueba y que es desmentida por los
estudios pertinentes
¿Y que ocurre con el SIDA en mujeres? Aquí
Duesberg recurre a una respuesta estándar: simplemente la mayoría son usuarias
de drogas intravenosas. Lo cual en principio puede ser cierto, pero que obvia el
hecho de que el grupo en el que el SIDA se ha incrementado más rápidamente es el
de las mujeres heterosexuales sin otro factor de riesgo conocido salvo el de ser
pareja de un hombre infectado. ¿Explicaciones para esto? Por lo visto, ninguna.
Duesberg se limita a minimizar el problema (“el 25 % del 10% es el 2,5 %”), pero
el hecho de que este grupo sea numéricamente poco importante por ahora en
relación a los otros no hace que deje de existir. Y que represente un problema
si se sigue abogando por una “hipótesis tóxica”. El hecho es que esas mujeres
existen, están infectadas por HIV, desarrollan el SIDA y no tienen otro factor
de riesgo aparte del contacto sexual.
Los nuevos fármacos y las combinaciones de estos también son prejuzgados según este mismo patrón. Pero ya existe evidencia de que las nuevas combinaciones (conocidas coloquialmente como “cócteles”) pueden retrasar la progresión del SIDA y mejorar la supervivencia (véase por ejemplo, el estudio Impact of new antiretroviral combination therapies in HIV infected patients in Switzerland: prospective multicentre study en BMJ 1997;315:1194-1199).
¿Fue aprobado el AZT por el FDA con una precipitación indecorosa, y sin
adecuados estudios previos, como proclaman los herejes del SIDA? Pues en esto
muy probablemente tienen razón. Lo cierto es que apenas existía evidencia en
1987 de que el AZT pudiera funcionar, y esta evidencia dependía de un solo
estudio (incompleto), promovido de paso por la misma Burroughs–Wellcome (el
laboratorio que lo fabricaba; luego transformado en Glaxo–Wellcome). Pero antes
de comenzar a pontificar sobre conspiraciones y sobre el oro de la industria
farmacéutica, sería adecuado considerar otros aspectos del problema. Como por
ejemplo, las presiones que existían en esa época para que se consiguiera un
tratamiento en una carrera contra el reloj, en medio de un ambiente de pánico y
desesperación por una nueva enfermedad letal. "Drugs into bodies" era la
divisa de los activistas de las organizaciones de homosexuales. Si algo
demuestra todo esto es que no se puede hacer buena ciencia ni buena medicina
siguiendo criterios políticos y/o económicos.
Root-Bernstein también tiene algo que decir acerca del descenso de las células CD4. Tras revisar exhaustivamente la literatura médica encuentra tasas de células CD4 similares a las de los pacientes de SIDA en muchas categorías de pacientes de cáncer, pacientes trasplantados, usuarios a largo plazo de drogas intravenosas, niños con deficiencias inmunitarias congénitas, personas que sufren de malnutrición, receptores de transfusiones sanguíneas, personas recién operadas o sometidas a anestesia. Pero ¿qué tiene todo esto de especial? Muchos de los ejemplos citados simplemente tienen causas bien establecidas de inmunosupresión, conocidas desde mucho antes de la aparición del SIDA. En otros, como los usuarios de drogas intravenosas, son extraordinariamente infrecuentes los casos de niveles de CD4 bajos comparables a los del SIDA (y cuando esto ocurre, siempre existe otra causa de inmunosupresión). Otras patologías y estados fisiológicos pueden también disminuir el recuento, pero de modo transitorio y sin llegar a los niveles que se ven en el síndrome, y sobre todo, sin estar relacionados con infecciones oportunistas.
Por lo visto Robert Root–Bernstein es verdaderamente un moderado entre los herejes; sus opiniones parecen estar a medio camino entre Duesberg y la postura “oficial”. Pero sorprendentemente, como veremos a continuación, también la postura de Peter Duesberg resulta ser muy moderada, a pesar de toda su beligerancia. Duesberg piensa que la causa del SIDA es tóxica, y rechaza al HIV como agente causal, pero sin negar su existencia. Para algunos de los heréticos que encontraremos mas adelante, esto resulta muy poco.