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El antídoto
Sobre «El Péndulo de Foucault», de Umberto Eco

José Antonio Millán*

En El péndulo de Foucault se reconoce una voluntad de «novela totalizadora», integradora de todo un universo de elementos. Además explota una veta muy propia de la narrativa de nuestro siglo: la paranoia. Estos dos elementos funcionan unidos, con una intención moral explícita, por cuyo éxito, entre otros factores, podemos juzgarla.

En primer lugar, ¿qué es la «novela paranoica»? Podríamos trazar una línea que saliera de El hombre que fue Jueves, de Chesterton (1908), y llegara hasta El péndulo de Foucault (1989), pasando por La subasta del lote 49 de Pynchon (1966). En ella encontraremos la figura del héroe individual luchando por descifrar las señales de un organismo opaco. Pero a la pregunta central del paranoico —«¿quién está loco: yo o el mundo?»—, el policía infiltrado de Chesterton y la heroína de Pynchon responderán a coro: «¡El mundo!». Es el coletazo vengativo del héroe romántico arrojado al terreno demasiado movedizo de la sociedad contemporánea. A diferencia de ellos, los protagonistas de El péndulo... se sitúan a priori en el campo de la locura, es decir: de la mentira. No es que se dejen engañar por las señales fragmentarias y complejas que reciben del universo, es que van a hilvanarlas en el juego de creación de un sentido que saben que no tiene. Y la vuelta de tuerca es que el mundo acoge, alborozado, su propuesta.

Pero la novela, ese género esencialmente plástico, y por tanto resistente, puede ejercer también la función de archivo vivo de saberes, como ha recalcado especialmente la obra del alemán Arno Schmidt. Joyce aspiraba a que un lector pudiera reconstruir Dublín a través de la lectura de su Ulysses. Si hay novelas que son ciudades, paisajes, o incluso repertorios de habla popular para uso de extranjeros (nuestra Lozana Andaluza), ¿por qué no habríamos de encontrar novelas que son enciclopedias? Moby Dick es un compendio de datos fisiológicos, míticos y lingüísticos sobre las ballenas. Los Sertones, de Euclides da Cunha, comienzan por la geología de esa desolada región brasileña para, a través de la botánica, llegar a los hombres, su forma de vida, y sus luchas. Y El péndulo..., por fin, compendia siete siglos de saberes «ocultos».

El lector que se sumerge en el libro de Eco encuentra datos sobre sectas y ritos, antiguos y modernos, de un lado y otro del Atlántico, desde la santería brasileña hasta los rosacruces. Leerá bellas oraciones y salmodias, largas enumeraciones de sustancias, invocaciones y personajes; encontrará una completa cronología que le ayudará a situar los hechos. Pero también se le dará la postura opuesta a esa visión: contraejemplos a la numerología de las pirámides, una deliciosa interpretación de los «símbolos corporales» en boca de un personaje femenino, o un análisis «místico» del automóvil, que es una de los pasajes más malintencionados de toda la obra.

El péndulo... constituye, así, un auténtico vademécum de las Ciencias Ocultas, que, a diferencia de la lógica alfabética de la enciclopedia, o del rígido hilo conductor del tratado, supone más bien una «excursión guiada» por el territorio de lo Desconocido. El mecanismo que hace seguir al lector no es «saber más» sobre la historia del ocultismo, sino sobre todo —o también— el hecho de que se ha encadenado a la peripecia humana, y con frecuencia profundamente divertida, de los protagonistas. De modo que, tal vez, volvemos a estar en los dominios del «instruir deleitando». La técnica expositiva del diálogo platónico o renacentista, exhumada en las portentosas conversaciones didácticas del siglo pasado, ¿habrá encontrado en la novela contemporánea su último reducto?

Y quizás no estemos tan lejos de ese mundo: a pesar de la presencia evasiva del ordenador, estamos ante una novela esencialmente decimonónica. Sus personajes deben más a los héroes didácticos y locuaces de Verne que a los arrebatados metafísicos de Chesterton, y la clave última de la obra (que, contraviniendo prácticas extendidas en nuestra crítica más reciente, no revelaré) tiene más que ver con la ciencia del XIX que con las leyes cuánticas que noveliza Pynchon. En suma: un entorno familiar para el lector, apoyado en un tratamiento narrativo también clásico, ¿al servicio, en último extremo, de qué?

En la combinación de esoterismo y barniz «tecno» que tiene la obra de Eco, el lector reconocerá el estilo de muchos subproductos contemporáneos, como la torpe saga del Caballo de Troya. Pero lo que le dará El péndulo... es básicamente una divertida lección de cómo se puede crear una apariencia de orden a partir de la manipulación enfermiza de materiales degradados, y esto supone el mejor antídoto contra constructos como el de J.J.Benítez, al revelar el método que los generó. En esta actitud de Eco podemos reconocer las huellas de un feliz movimiento —explícito o no— de la actualidad, en el que algunas figuras intelectuales (como Martin Gardner en EE.UU., a traves de su Skeptical Inquirer) han reaccionado contra la poderosa ola de irracionalismo presente.

Porque El péndulo de Foucault, con su deconstrucción paranoide de la Enciclopedia Oculta, está llevando a cabo, entre otras cosas, un elegante ejercicio de higiene semiótica. Y esta es una disciplina que no por poco practicada es menos necesaria entre nosotros...




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Publicado originalmente como «Un elegante ejercicio de higiene semiótica», en «Libros», suplemento de El Independiente (Madrid), 22 de marzo de 1990. Reproducido en versión digital para la Biblioweb de sinDominio con el amable permiso de su autor.

Este documento ha sido convertido desde LATEX por HEVEA para la Biblioweb de sinDominio.